Gracias, jeeves by Pelham G. Wodehouse

Gracias, jeeves by Pelham G. Wodehouse

autor:Pelham G. Wodehouse [Wodehouse, Pelham G.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Humour
publicado: 2009-11-28T00:43:11+00:00


Con animoso corazón, entré en mi casa. Y el hecho de descubrir que Brinkley no había retornado aún, no disminuyó mi contento. En concepto de patrón, podía mirar con cierto desagrado el hecho de que, habiendo dado permiso a mi sirviente para salir un rato, él se tomase una noche y un día, pero como ciudadano particular con la cara embadurnada de betún, la ausencia de Brinkley me complacía extremadamente. En tales ocasiones la soledad es fundamental, como diría Jeeves.

Subí a mi dormitorio con toda la rapidez posible, y, tomando el jarro del agua, llené el lavabo, ya que en las casas rústicas de Chuffy no hay cuarto de baño. Luego inmergí el rostro en el líquido y me di una fuerte jabonadura. Imagínese mi abatimiento y disgusto cuando, dirigiéndome al espejo, descubrí que seguía tan negro como antes. Apenas había raspado la superficie de mi capa de betún. Hay momentos en que un fulano cualquiera necesita pensar un poco, y tal momento habíase presentado. Recordé, así, que en crisis de tal estilo se requiere usar manteca. Y me disponía a bajar a buscarla cuando percibí un ruido repentino.

Ahora bien: un hombre en mi posición —es decir, en el caso de un ciervo acosado—, ha de dedicar considerables reflexiones a propósito de cuál ha de ser su primera medida cuando oye un ruido cercano. Era muy posible que se tratase de J. Washburn Stoker, puesto ya sobre la pista, porque no cabía duda de que, una vez descubierta mi desaparición del camarote, debía buscarme en la casa. De modo que mi actitud al dejar mi alcoba no se asemejaba a la del león abandonando su guarida, sino más bien a la de un, desconfiado caracol asomando la cabeza fuera de su concha durante una tormenta. Me limité a asomarme al umbral y escuchar.

Por cierto que no faltaban cosas que oír. Quienquiera que fuese el autor del barullo, se hallaba evidentemente en la sala y parecía mantener descomunal combate con todos los muebles. Y creo que fue la reflexión de que un hombre práctico como Stoker no habría de perder el tiempo entreteniéndose con los muebles cuando iba en pos mío, la que me impulsó al extremo de salir de puntillas a la escalera y mirar por encima de la balaustrada.

Lo que he descrito como sala era más bien una especie de vestíbulo bastante liberalmente amueblado para su reducido tamaño,

ya que contenía una mesa, un reloj de edad provecta, un sofá, dos sillas

y de una a tres urnas de cristal conteniendo pájaros disecados. Desde mi observatorio, podía abarcar de una ojeada todo el lugar. A la luz de una lámpara de aceite que ardía sobre la chimenea, pude observar que el sofá se hallaba volcado, las dos sillas habían sido arrojadas por la ventana, las urnas de las aves estaban rotas y, en aquel preciso momento, una sombra forcejeaba en un ángulo con el reloj. Era difícil decir con certidumbre cuál de los dos combatientes llevaba la mejor parte. De haberme sentido con ánimo deportivo, creo que hubiese apostado por el reloj.



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